Un deseo
contraproducente.
“El
mejor regalo para el viejo Santa habría sido obviar aquella
estrella”.
Papá Noel pasaba
los años enteros en casa con su familia. Él era un hombre risueño,
alto y barbudo, tanto que su extravagante y blanca barba le servía
en los meses más fríos en el Polo Norte. Aunque claro, allí nunca
había meses calurosos o templados; habitaba en la zona más gélida
que haya sido nunca visitada por el ser humano, o sus hermanos los
animales.
Allí, en el Polo
Norte, vivían infinidad de duendes, los cuales eran los encargados
de fabricar los juguetes de los niños. Mientras que ellos
trabajaban con tesón para hacer felices a los niños, Papá Noel
dedicaba su tiempo a observar con una pantalla mágica a todos los
niños, y los clasificaba en dos listas. La primera, la lista de
color rojo, comprendía a todos aquellos niños que habían sido
buenos, empáticos, respetuosos y responsables, por lo que iban a ser
recompensados. Sin embargo, la lista negra era una recopilación de
nombres de niños que habían sido racistas, irrespetuosos,
irresponsables y desobedientes.
¿Se ha preguntado
alguien alguna vez cómo fue la infancia de Papá Noel? Tuvo que
tenerla, pues las canas delatan su experiencia en la vida. ¿Qué
tuvo que sucederle para ser el hombre más querido por todos los
niños del globo terrestre?
Cuando el joven
Claus no era más que un adolescente, andaba enamorado de una chica
rubia, de ojos azules, azules como el mar en las últimas horas de un
atardecer acompañado. Todos sabemos lo que mejora un atardecer en la
playa cuando estamos acompañados, y eso es lo que él sentía cuando
la miraba. Para ponerle un nombre a esta chica elegiremos un pequeño
seudónimo por respeto a esta nuestra adolescente. A partir de ahora,
la llamaremos “Celeste”, como su tonalidad ocular.
Claus llevaba cuatro
años soñando despierto con hacerla reír a diario, cogerla de la
mano y pasear con ella largas tardes por la orilla de la playa,
dejando un largo recorrido de huellas. La gente que paseara por la
orilla a la vez que ambos, se preguntaría de quiénes podrían ser
dichas huellas, lo que haría a Claus exhalar aire profundamente,
cerrar los ojos y sonreír.
La pobre Celeste
tuvo un tropiezo sentimental con el tío más atractivo de todo el
instituto, lo que la hizo llorar como nunca lo había hecho. Su
corazón estaba roto, llevaba desde pequeña cuidándolo, y al
entregárselo a este chico, él no hizo más que destrozarlo.
Llamaremos a este varón “Mario”.
Claus, preocupado
por ella, intentó por todos los medios que conocía ayudar a
Celeste, hacerla reír y que olvidase a ese gañán. Y así fue.
Celeste y Claus
llegaron a ser verdaderos amigos, los mejores que había. En clase se
defendían mutuamente ante ataques externos y, al llegar a casa,
mantenían largas charlas por teléfono para estar en continuo
contacto. Pero tal y como Claus soñaba, empezaron una relación
amorosa, y todo iba sobre ruedas. Abundaban las risas que provocan
dolor de barriga, las carcajadas que te dejan sin aire en los
pulmones y los abrazos que, si pudiesen hablar, nos harían llorar a
todos. Su relación era ideal.
Poco tiempo después,
Claus estaba tumbado en la arena de la playa con la cabecita de
Celeste apoyada en la barriga cuando en mitad de esa oscura noche una
estrella fugaz extremadamente luminosa cruzó el cielo, y se dirigió
hacia él. La estrella avanzaba rompiendo la noche y Celeste dormía.
Él deseó con todas sus fuerzas que no le pasase nada a su futura
mujer, y a cambio haría feliz a todos los que lo mereciesen. Y algo
ocurrió.
Claus asegura que lo
único que recuerda es ver un corpúsculo gigante rodeado de fuego
caer a pocos metros de él, y, de repente, vivió sus siguientes
cincuenta y siete años en cincuenta y siete segundos. En algo menos
de un minuto se vio encadenado mágicamente allí, en el Polo Norte.
No sabe cómo llegó allí, cómo le creció esa incómoda barba ni
cómo tuvo la destreza de adiestrar a nueve revoltosos renos
voladores. Desconoce la razón de que toda una infantería de duendes
fabrique todo cuanto diga, y por qué vive sonriendo. Él, en el
fondo, no es feliz. Pero una fuerza interna lo obliga a hacer sus
tareas diarias, y a repartir regalos a los niños.
Cada día llega a
casa y saluda a Celeste. Ella, le hace siempre su comida favorita,
aunque realmente no le gusta. Santa odia su ridículo traje rojo, su
ancho cinturón negro y esas botas tan desmesuradas. También le
disgusta ese frío que recorre sus huesos, esa barriga que no tenía
de joven y el sonido de los cascabeles de sus renos.
Esta es la triste
historia de un sonriente y risueño viejo, que por dentro odia serlo.
Cómo cambia los hechos la perspectiva con la que se miren.
Qué bonito es ser
un niño que, cuando es buena persona, recibe regalos.
Nuestro Papá Noel
está harto de comer galletas mojadas en la leche, siendo diabético
e intolerante a la lactosa. Harto de bajar y subir por estrechas
chimeneas siendo claustrofóbico. Harto de sonreír sin razón
alguna, mientras su cuerpo llora por dentro. Puede que estas razones
llevasen al viejo infeliz a hacer lo que hizo, quizás.
Una Nochebuena allá
por el año 2050 ocurrió que mientras cargaba los regalos para
repartirlos en todo el mundo, notó algo raro en su entorno. El Polo
Norte se estaba derritiendo debido a la acción humana, y esto
permitió que Santa viese otra estrella fugaz. Esta vez, el viejo
gordinflón pidió su felicidad propia e individual
Dejó de existir el
Polo Norte, no se vio rastro alguno de duendes fabricantes en ningún
sitio y los niños lloraban a diario. El nivel del mar había subido
cientos de metros, y la casa cosmopolita de Santa estaba ahora en
primera línea de playa, atardeciendo. Pero, ¿quién quiere un
atardecer solo?
El viejo Claus
olvidó pedir la felicidad de Celeste, la que se encontraba junto a
él. No se sabe nada de esos ojos azules por los que Santa se habría
jugado la vida en aquel entonces, nadie sabe dónde se encuentra. Y
Santa, anda más perdido aún, pues ni él mismo sabe encontrarse. Se
halla solo, en busca de la felicidad absoluta con dos deseos
agotados.
Pasaron muchos,
muchos años. Claus volvió a ser viejo, pero esta vez de un modo
natural. Llevaba todos esos años mirando al cielo buscando una
última estrella fugaz, la de la buena suerte. Como no lo lograba, se
iba a diario en moto a un bosque más lejano de lo que cabe pensar,
para llorar en silencio. El humo de su moto ennegrece su cielo, y le
impide más y más poder ver estrella alguna.
“Dos deseos
cumplidos, tengo una última oportunidad para completar los tres”,
pensaba él. El humo de la moto también volvió negro su futuro, no
sólo el cielo. Tuvo un accidente mortal uno de esos días. Sus días
estaban contados, y ya no quedaban números.
Bien es cierto que
Celeste lo esperaba en el cielo, ella pidió ese deseo por ambos dos.
Fue después de morir, cuando empezaron a ser felices. Juntos.
“El mejor
regalo para el viejo Santa habría sido obviar aquella estrella”.
Adrián Jiménez Ibáñez
2º Bachillerato.