miércoles, 4 de febrero de 2015

CUENTO DE NAVIDAD GANADOR EN EL IES ALYANUB EN LA CATEGORÍA DE BACHILLERATO


Un deseo contraproducente.
El mejor regalo para el viejo Santa habría sido obviar aquella estrella”.
Papá Noel pasaba los años enteros en casa con su familia. Él era un hombre risueño, alto y barbudo, tanto que su extravagante y blanca barba le servía en los meses más fríos en el Polo Norte. Aunque claro, allí nunca había meses calurosos o templados; habitaba en la zona más gélida que haya sido nunca visitada por el ser humano, o sus hermanos los animales.
Allí, en el Polo Norte, vivían infinidad de duendes, los cuales eran los encargados de fabricar los juguetes de los niños. Mientras que ellos trabajaban con tesón para hacer felices a los niños, Papá Noel dedicaba su tiempo a observar con una pantalla mágica a todos los niños, y los clasificaba en dos listas. La primera, la lista de color rojo, comprendía a todos aquellos niños que habían sido buenos, empáticos, respetuosos y responsables, por lo que iban a ser recompensados. Sin embargo, la lista negra era una recopilación de nombres de niños que habían sido racistas, irrespetuosos, irresponsables y desobedientes.
¿Se ha preguntado alguien alguna vez cómo fue la infancia de Papá Noel? Tuvo que tenerla, pues las canas delatan su experiencia en la vida. ¿Qué tuvo que sucederle para ser el hombre más querido por todos los niños del globo terrestre?
Cuando el joven Claus no era más que un adolescente, andaba enamorado de una chica rubia, de ojos azules, azules como el mar en las últimas horas de un atardecer acompañado. Todos sabemos lo que mejora un atardecer en la playa cuando estamos acompañados, y eso es lo que él sentía cuando la miraba. Para ponerle un nombre a esta chica elegiremos un pequeño seudónimo por respeto a esta nuestra adolescente. A partir de ahora, la llamaremos “Celeste”, como su tonalidad ocular.
Claus llevaba cuatro años soñando despierto con hacerla reír a diario, cogerla de la mano y pasear con ella largas tardes por la orilla de la playa, dejando un largo recorrido de huellas. La gente que paseara por la orilla a la vez que ambos, se preguntaría de quiénes podrían ser dichas huellas, lo que haría a Claus exhalar aire profundamente, cerrar los ojos y sonreír.
La pobre Celeste tuvo un tropiezo sentimental con el tío más atractivo de todo el instituto, lo que la hizo llorar como nunca lo había hecho. Su corazón estaba roto, llevaba desde pequeña cuidándolo, y al entregárselo a este chico, él no hizo más que destrozarlo. Llamaremos a este varón “Mario”.
Claus, preocupado por ella, intentó por todos los medios que conocía ayudar a Celeste, hacerla reír y que olvidase a ese gañán. Y así fue.
Celeste y Claus llegaron a ser verdaderos amigos, los mejores que había. En clase se defendían mutuamente ante ataques externos y, al llegar a casa, mantenían largas charlas por teléfono para estar en continuo contacto. Pero tal y como Claus soñaba, empezaron una relación amorosa, y todo iba sobre ruedas. Abundaban las risas que provocan dolor de barriga, las carcajadas que te dejan sin aire en los pulmones y los abrazos que, si pudiesen hablar, nos harían llorar a todos. Su relación era ideal.
Poco tiempo después, Claus estaba tumbado en la arena de la playa con la cabecita de Celeste apoyada en la barriga cuando en mitad de esa oscura noche una estrella fugaz extremadamente luminosa cruzó el cielo, y se dirigió hacia él. La estrella avanzaba rompiendo la noche y Celeste dormía. Él deseó con todas sus fuerzas que no le pasase nada a su futura mujer, y a cambio haría feliz a todos los que lo mereciesen. Y algo ocurrió.
Claus asegura que lo único que recuerda es ver un corpúsculo gigante rodeado de fuego caer a pocos metros de él, y, de repente, vivió sus siguientes cincuenta y siete años en cincuenta y siete segundos. En algo menos de un minuto se vio encadenado mágicamente allí, en el Polo Norte. No sabe cómo llegó allí, cómo le creció esa incómoda barba ni cómo tuvo la destreza de adiestrar a nueve revoltosos renos voladores. Desconoce la razón de que toda una infantería de duendes fabrique todo cuanto diga, y por qué vive sonriendo. Él, en el fondo, no es feliz. Pero una fuerza interna lo obliga a hacer sus tareas diarias, y a repartir regalos a los niños.
Cada día llega a casa y saluda a Celeste. Ella, le hace siempre su comida favorita, aunque realmente no le gusta. Santa odia su ridículo traje rojo, su ancho cinturón negro y esas botas tan desmesuradas. También le disgusta ese frío que recorre sus huesos, esa barriga que no tenía de joven y el sonido de los cascabeles de sus renos.
Esta es la triste historia de un sonriente y risueño viejo, que por dentro odia serlo. Cómo cambia los hechos la perspectiva con la que se miren.
Qué bonito es ser un niño que, cuando es buena persona, recibe regalos.
Nuestro Papá Noel está harto de comer galletas mojadas en la leche, siendo diabético e intolerante a la lactosa. Harto de bajar y subir por estrechas chimeneas siendo claustrofóbico. Harto de sonreír sin razón alguna, mientras su cuerpo llora por dentro. Puede que estas razones llevasen al viejo infeliz a hacer lo que hizo, quizás.
Una Nochebuena allá por el año 2050 ocurrió que mientras cargaba los regalos para repartirlos en todo el mundo, notó algo raro en su entorno. El Polo Norte se estaba derritiendo debido a la acción humana, y esto permitió que Santa viese otra estrella fugaz. Esta vez, el viejo gordinflón pidió su felicidad propia e individual
Dejó de existir el Polo Norte, no se vio rastro alguno de duendes fabricantes en ningún sitio y los niños lloraban a diario. El nivel del mar había subido cientos de metros, y la casa cosmopolita de Santa estaba ahora en primera línea de playa, atardeciendo. Pero, ¿quién quiere un atardecer solo?
El viejo Claus olvidó pedir la felicidad de Celeste, la que se encontraba junto a él. No se sabe nada de esos ojos azules por los que Santa se habría jugado la vida en aquel entonces, nadie sabe dónde se encuentra. Y Santa, anda más perdido aún, pues ni él mismo sabe encontrarse. Se halla solo, en busca de la felicidad absoluta con dos deseos agotados.
Pasaron muchos, muchos años. Claus volvió a ser viejo, pero esta vez de un modo natural. Llevaba todos esos años mirando al cielo buscando una última estrella fugaz, la de la buena suerte. Como no lo lograba, se iba a diario en moto a un bosque más lejano de lo que cabe pensar, para llorar en silencio. El humo de su moto ennegrece su cielo, y le impide más y más poder ver estrella alguna.
Dos deseos cumplidos, tengo una última oportunidad para completar los tres”, pensaba él. El humo de la moto también volvió negro su futuro, no sólo el cielo. Tuvo un accidente mortal uno de esos días. Sus días estaban contados, y ya no quedaban números.
Bien es cierto que Celeste lo esperaba en el cielo, ella pidió ese deseo por ambos dos. Fue después de morir, cuando empezaron a ser felices. Juntos.
El mejor regalo para el viejo Santa habría sido obviar aquella estrella”.

Adrián Jiménez Ibáñez 
2º Bachillerato.