La caja del Sr.
Garych.
Eran
las doce de la mañana del día de Nochebuena. Las calles se
encontraban completamente abarrotadas con las familias que estaban
haciendo sus últimas compras. Los niños corrían de una punta a la
otra mostrando sus nuevos juguetes mientras que jugaban con ellos. El
ambiente que se encontraba a mi alrededor era completamente cálido,
lleno de felicidad y paz, pero no todo era así.
Al
final de la calle me encontraba descansando en el frío y mugroso
borde de la acera. Siempre me quedaba allí sentado viendo a las
familias pasar una tras otra, pero ellas nunca me miraban.
Decidí
quedarme allí durante unos quince minutos, esperando a ver si
reconocía algún rostro. Cuando el reloj de la plaza marcó la una
menos cuarto, vi aparecer al final de la calle a un hombre mayor; se
encontraba abrigado por su gran chaquetón marrón junto a su bufanda
y guantes negros. Sus manos estaban completamente ocupadas debido a
la gran compra que acababa de realizar. Tardó unos tres minutos en
llegar a la otra punta de la calle, donde yo me encontraba.
—Hola,
Daniel —dijo con un sentido afecto el señor ante mí.
—Buenas
tardes, señor Garych —pronuncié mientras él dejaba algunas
bolsas sobre su pie.
—¿Me
harías un gran favor ayudándome con la compra? —me preguntó con
su mirada fija en mi tras sus gafas caídas.
—No
es ningún problema.
Después
de aquel momento emprendimos un largo camino hacia la casa del señor
Garych. Tras diez minutos andando llegamos a su casa. Seguía siendo
igual de acogedora que cuando la señora Garych vivía en ella. Las
paredes rojizas contrastaban perfectamente con este período del año
en el que nos encontrábamos, creando un ambiente caluroso y
navideño. Al final de la sala se encontraba la chimenea prendida que
calentaba cada rincón de la casa y sus pequeñas y brillantes llamas
alumbraban todo lo que se encontraba a su alrededor.
—Hoy
te tengo preparada una tarea muy especial. Ven conmigo —dijo antes
de desaparecer tras la gran puerta de caoba que nos llevó a la
entrada. Dejamos los dos primeros pisos de la casa atrás y nos
adentramos en el desván—. Hoy vamos a decorar la casa —dijo
señalando a su derecha.
Cuando
fijé la vista en el lugar que señalaba, vi diferentes cajas llenas
de adornos tanto para el árbol como para el comedor. Así que
empezamos a bajar cajas y más cajas. Tras poner el gran y verde
abeto junto a la chimenea, comenzamos a colocar todo lo demás
envueltos en un cálido ambiente navideño, gracias a los villancicos
del señor Garych. Él colocaba los adornos en el árbol mientras yo
me encargaba de decorar el resto de la estancia.
—El
mantel de los elfos va en la mesa junto al sofá. Las fundas rojas de
cascabeles son para los cojines. La cinta roja y dorada va encima de
la chimenea —me decía el señor Garych. Después de un rato, me
encontraba decorando la chimenea. Entonces vi un par de calcetines
rojos: uno de Papá Noel y el otro de la señora Noel. Encima de cada
uno ponían sus nombres: Adam y Maritte.
—¿Dónde
tengo que colocar esto? —le pregunté.
—Van
colgados en unos pequeños clavos que hay en la chimenea —hizo una
corta pausa—. ¿Te gustan?
Asentí.
—Son
muy bonitos. A Maritte le pareció una buena idea y más después de
que yo le pidiera matrimonio con el anillo escondido en un calcetín
parecido. Así que unas semanas antes de nuestra primera Navidad como
marido y mujer decidió hacerlos. Vivimos durante dos semanas
envueltos en lana —tras sus palabras solté una corta risa.
—Me
habría encantado aprender a hacerlos —dije mientras los colocaba.
—Oh,
tú le habrías encantado a mi esposa. Toda aquella persona que se
interesara tanto en sus trabajos era recibida en nuestra vida con los
brazos abiertos —dijo sonriendo el señor Garych.
—Sr.
Garych, ¿usted no tiene hijos? —pregunté tímidamente.
—Muy
a mi pesar debo decirte que no. Por ello Maritte y yo siempre
acogíamos a algún niño durante estas fechas, pero yo cada año me
encuentro tan mayor y dolorido que no me veo con las fuerzas
suficientes. Si no fuera por ti, seguramente este año no habría
decorado la casa. La única persona que tiene tanta vitalidad y
felicidad en su interior para ayudarme eres tú —sonrió mientras
colocaba una pequeña y dorada bola en el árbol.
—Usted
ya sabe que siempre estoy encantado de ayudarle —dije tras dejar
encima de la mesa dos ceniceros en los que se encontraban dibujados
unos pequeños ciervos.
—Por
eso es por lo que tanto aprecio te tengo, Daniel —se dio la vuelta
para poder buscar mejor entre las cajas que se encontraban a su
alrededor—. ¿Te gustaría colocar la estrella en la copa del
árbol? —dijo mientras me la enseñaba. Era radiante y brillaba con
cada destello del fuego.
Unos
segundos después me coloqué a su lado junto con una pequeña
escalera de madera. Me subí despacio y con cuidado de no resbalarme
y la coloqué encima del árbol. El señor Garych encendió las luces
del árbol y todo cobró vida. Las luces iluminaban la sala
acompañadas por las llamas de la chimenea y todas ellas al final las
veía reflejadas en la larga barba del señor Garych.
—Bueno,
Daniel, creo que nos merecemos un pequeño descanso —dijo mientras
se sacudía la ropa. Posteriormente el señor Garych apareció ante
mí con una bandeja en sus manos, en la que traía un pequeño
surtido de galletas de jengibre y dos tazas de leche bien calientes.
Nos sentamos el uno al lado del otro y empezamos a disfrutar del
pequeño manjar.
—¿Hace
cuánto tiempo vive solo en la casa? —dije tras un largo período
de silencio.
—En
verdad, mi querida esposa falleció dos años antes de conocerte. Fue
triste pero a mi edad no es bueno recordar estas cosas. Así que
dejemos a un lado las historias de este viejo carcamal y cuéntame
algo de ti. ¿Por qué no estás en estos días junto a tu familia?
—dijo.
—Es
que yo no tengo familia —contesté tristemente.
—Cuéntame
Daniel —me sonrió cálidamente.
—Perdí
a mis padres no hace más de un año en un trágico incendio. Después
de aquello yo no sabía de la existencia de ningún familiar mío.
Así que he vivido solo desde aquel entonces. Pasé un tiempo yendo
de una casa de acogida a otra, pero hoy en día simplemente me quedo
en el orfanato junto con los demás niños. Aunque Anastasia, la
jefa, siempre me deja salir de vez en cuando y gracias a ella tuve la
oportunidad de conocerle a usted.
—¿Con
qué edad perdiste a tus padres, Daniel? —dijo tras tomarse un
sorbo de leche que humedeció su bigote.
—Mis
padres murieron cuando yo tenía ocho años, señor.
—¿Y
tienes un buen recuerdo de ellos? —dijo mientras unía sus manos
encima de su barriga.
—Por
supuesto, señor Garych.
—Espera
un segundo aquí, te tengo que mostrar algo —para cuando me quise
dar cuenta de lo que sucedía, el señor Garych se encontraba
subiendo las escaleras en dirección a la segunda planta.
Esperé
durante un largo período de tiempo, en el cual disfrute de las
vistas que tenía desde el sillón. Podía ver como la nieve caía a
través de la ventana y como saltaban pequeñas chispas del fuego.
Cuando levanté la mirada me encontré con el señor Garych parado en
frente de mí con una caja pequeña y cuadrada entre sus manos. Se
sentó a mi lado y me la pasó. Yo la miré extrañado.
—¿Qué
es esto? —le pregunté.
—Simplemente
fíjate en ella —dijo seriamente ante mí.
Me
mantuve observando la caja durante unos segundos. Viendo como se
encontraban los dibujos tallados en la madera de esta; eran
diferentes tipos de símbolos navideños. Entre ellos destacaban ocho
renos y dos duendes. Tras pasarme unos segundos más viendo la caja
me di cuenta de algo. Los renos se estaban moviendo, pero yo no me
creía lo que estaba viendo. La nariz del reno principal se empezó a
iluminar. Mire de reojo al señor Garych y me lo encontré sonriendo
como nunca antes lo había visto.
—Apriétale
la nariz —me dijo.
Lentamente
y con delicadeza apreté la nariz del reno entonces una pequeña
melodía empezó a fluir de la caja. El sonido del arpa juntándose
con los instrumentos de viento creaba un ambiente mágico a nuestro
alrededor, como si todos mis sueños se pudieran hacer realidad.
—Fíjate
bien, Daniel, en lo que hay dentro —dijo el señor Garych.
—Pero,
¿esto qué es? —me mantuve mirando el interior de la caja. Estaba
constituida principalmente por tres botones, uno verde, otro rojo y
otro azul.
—Este
es tu regalo de navidad, Daniel. Te voy a dar la opción de elegir
entre uno de estos tres botones. Si pulsas el botón verde, podrás
obtener todas las riquezas del mundo y nunca más volverás a la
pobreza. Si pulsa el botón rojo, podrás cambiar una simple cosa de
tu pasado. Y, por último, si pulsas el botón azul, podrás obtener
la fama que desean obtener millones de personas, pero que nunca
llegarán a tocar. Ahora te toca decidir a ti —terminó la frase
con un ligero asentimiento, pero yo no sabía qué elegir.
Podría
obtener dos cosas. Pero la felicidad no solo consiste en el dinero.
Con solo pulsar uno de los botones podría cumplir uno de mis sueños
y vivir feliz para siempre.
—Daniel,
tienes que pulsar un botón. Uno, dos y tres —en ese segundo mi
dedo rozó el botón.
*****
Un
destello de luz constante me impide ver claramente lo que está
sucediendo a mi alrededor. Puedo oír el sonido de los villancicos
reproduciéndose en el casete del señor Garych, las puertas
abriéndose y cerrándose, y el continuo sonido del timbre del horno.
Cuando consigo abrir los ojos me encuentro en un lugar distinto pero
muy familiar. Las paredes amarillas están decoradas con adornos
rojos y ante mí brillaba la estrella dorada acompañada de un
pequeño ángel. Miro minuciosamente cada detalle de la habitación
hasta que la puerta de la otra punta de la sala se abre. Con el
mandil lleno de masa de galletas y con una sonrisa en la cara mi
madre me llama.
—Daniel,
saca los últimos platos que ya han llegado el señor Garych y su
familia —dice antes de desaparecer tras la puerta de vuelta a la
cocina.
No
puedo creerme lo que estoy viendo, pienso. Voy dejando diferentes
platos encima de la mesa, uno tras otro sin fijarme en nada, solo en
la sensación de tener a mis padres cerca. Cuando me siento en la
mesa me sirvo los huevos rellenos que mi madre siempre hacía y
levanto la cabeza para bendecir la mesa junto a los invitados. En ese
momento, al ver al señor Garych en frente de mí, me doy cuenta de
que todo esto no es un sueño.
Tras
bendecir la mesa digo mirando al señor Garych.
—Gracias—a
lo que él sonriendo simplemente asiente.
Sin
duda, este es el mejor regalo que podría haber recibido en mi vida.
[Mariem Mohamed Pérez
3ºC I.E.S. ALYANUB ]