martes, 27 de enero de 2015

TEXTO GANADOR DEL CONCURSO DE CUENTOS DE NAVIDAD DEL I.E.S. ALYANUB EN LA CATEGORIA DE SUGUNDO CICLO DE LA E.S.O.


La caja del Sr. Garych.

Eran las doce de la mañana del día de Nochebuena. Las calles se encontraban completamente abarrotadas con las familias que estaban haciendo sus últimas compras. Los niños corrían de una punta a la otra mostrando sus nuevos juguetes mientras que jugaban con ellos. El ambiente que se encontraba a mi alrededor era completamente cálido, lleno de felicidad y paz, pero no todo era así.
Al final de la calle me encontraba descansando en el frío y mugroso borde de la acera. Siempre me quedaba allí sentado viendo a las familias pasar una tras otra, pero ellas nunca me miraban.
Decidí quedarme allí durante unos quince minutos, esperando a ver si reconocía algún rostro. Cuando el reloj de la plaza marcó la una menos cuarto, vi aparecer al final de la calle a un hombre mayor; se encontraba abrigado por su gran chaquetón marrón junto a su bufanda y guantes negros. Sus manos estaban completamente ocupadas debido a la gran compra que acababa de realizar. Tardó unos tres minutos en llegar a la otra punta de la calle, donde yo me encontraba.
—Hola, Daniel —dijo con un sentido afecto el señor ante mí.
—Buenas tardes, señor Garych —pronuncié mientras él dejaba algunas bolsas sobre su pie.
—¿Me harías un gran favor ayudándome con la compra? —me preguntó con su mirada fija en mi tras sus gafas caídas.
—No es ningún problema.
Después de aquel momento emprendimos un largo camino hacia la casa del señor Garych. Tras diez minutos andando llegamos a su casa. Seguía siendo igual de acogedora que cuando la señora Garych vivía en ella. Las paredes rojizas contrastaban perfectamente con este período del año en el que nos encontrábamos, creando un ambiente caluroso y navideño. Al final de la sala se encontraba la chimenea prendida que calentaba cada rincón de la casa y sus pequeñas y brillantes llamas alumbraban todo lo que se encontraba a su alrededor.


—Hoy te tengo preparada una tarea muy especial. Ven conmigo —dijo antes de desaparecer tras la gran puerta de caoba que nos llevó a la entrada. Dejamos los dos primeros pisos de la casa atrás y nos adentramos en el desván—. Hoy vamos a decorar la casa —dijo señalando a su derecha.
Cuando fijé la vista en el lugar que señalaba, vi diferentes cajas llenas de adornos tanto para el árbol como para el comedor. Así que empezamos a bajar cajas y más cajas. Tras poner el gran y verde abeto junto a la chimenea, comenzamos a colocar todo lo demás envueltos en un cálido ambiente navideño, gracias a los villancicos del señor Garych. Él colocaba los adornos en el árbol mientras yo me encargaba de decorar el resto de la estancia.
—El mantel de los elfos va en la mesa junto al sofá. Las fundas rojas de cascabeles son para los cojines. La cinta roja y dorada va encima de la chimenea —me decía el señor Garych. Después de un rato, me encontraba decorando la chimenea. Entonces vi un par de calcetines rojos: uno de Papá Noel y el otro de la señora Noel. Encima de cada uno ponían sus nombres: Adam y Maritte.
—¿Dónde tengo que colocar esto? —le pregunté.
—Van colgados en unos pequeños clavos que hay en la chimenea —hizo una corta pausa—. ¿Te gustan?
Asentí.
—Son muy bonitos. A Maritte le pareció una buena idea y más después de que yo le pidiera matrimonio con el anillo escondido en un calcetín parecido. Así que unas semanas antes de nuestra primera Navidad como marido y mujer decidió hacerlos. Vivimos durante dos semanas envueltos en lana —tras sus palabras solté una corta risa.
—Me habría encantado aprender a hacerlos —dije mientras los colocaba.
—Oh, tú le habrías encantado a mi esposa. Toda aquella persona que se interesara tanto en sus trabajos era recibida en nuestra vida con los brazos abiertos —dijo sonriendo el señor Garych.
—Sr. Garych, ¿usted no tiene hijos? —pregunté tímidamente.
—Muy a mi pesar debo decirte que no. Por ello Maritte y yo siempre acogíamos a algún niño durante estas fechas, pero yo cada año me encuentro tan mayor y dolorido que no me veo con las fuerzas suficientes. Si no fuera por ti, seguramente este año no habría decorado la casa. La única persona que tiene tanta vitalidad y felicidad en su interior para ayudarme eres tú —sonrió mientras colocaba una pequeña y dorada bola en el árbol.
—Usted ya sabe que siempre estoy encantado de ayudarle —dije tras dejar encima de la mesa dos ceniceros en los que se encontraban dibujados unos pequeños ciervos.
—Por eso es por lo que tanto aprecio te tengo, Daniel —se dio la vuelta para poder buscar mejor entre las cajas que se encontraban a su alrededor—. ¿Te gustaría colocar la estrella en la copa del árbol? —dijo mientras me la enseñaba. Era radiante y brillaba con cada destello del fuego.
Unos segundos después me coloqué a su lado junto con una pequeña escalera de madera. Me subí despacio y con cuidado de no resbalarme y la coloqué encima del árbol. El señor Garych encendió las luces del árbol y todo cobró vida. Las luces iluminaban la sala acompañadas por las llamas de la chimenea y todas ellas al final las veía reflejadas en la larga barba del señor Garych.
—Bueno, Daniel, creo que nos merecemos un pequeño descanso —dijo mientras se sacudía la ropa. Posteriormente el señor Garych apareció ante mí con una bandeja en sus manos, en la que traía un pequeño surtido de galletas de jengibre y dos tazas de leche bien calientes. Nos sentamos el uno al lado del otro y empezamos a disfrutar del pequeño manjar.
—¿Hace cuánto tiempo vive solo en la casa? —dije tras un largo período de silencio.
—En verdad, mi querida esposa falleció dos años antes de conocerte. Fue triste pero a mi edad no es bueno recordar estas cosas. Así que dejemos a un lado las historias de este viejo carcamal y cuéntame algo de ti. ¿Por qué no estás en estos días junto a tu familia? —dijo.
—Es que yo no tengo familia —contesté tristemente.
—Cuéntame Daniel —me sonrió cálidamente.
—Perdí a mis padres no hace más de un año en un trágico incendio. Después de aquello yo no sabía de la existencia de ningún familiar mío. Así que he vivido solo desde aquel entonces. Pasé un tiempo yendo de una casa de acogida a otra, pero hoy en día simplemente me quedo en el orfanato junto con los demás niños. Aunque Anastasia, la jefa, siempre me deja salir de vez en cuando y gracias a ella tuve la oportunidad de conocerle a usted.
—¿Con qué edad perdiste a tus padres, Daniel? —dijo tras tomarse un sorbo de leche que humedeció su bigote.
—Mis padres murieron cuando yo tenía ocho años, señor.
—¿Y tienes un buen recuerdo de ellos? —dijo mientras unía sus manos encima de su barriga.
—Por supuesto, señor Garych.
—Espera un segundo aquí, te tengo que mostrar algo —para cuando me quise dar cuenta de lo que sucedía, el señor Garych se encontraba subiendo las escaleras en dirección a la segunda planta.
Esperé durante un largo período de tiempo, en el cual disfrute de las vistas que tenía desde el sillón. Podía ver como la nieve caía a través de la ventana y como saltaban pequeñas chispas del fuego. Cuando levanté la mirada me encontré con el señor Garych parado en frente de mí con una caja pequeña y cuadrada entre sus manos. Se sentó a mi lado y me la pasó. Yo la miré extrañado.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Simplemente fíjate en ella —dijo seriamente ante mí.
Me mantuve observando la caja durante unos segundos. Viendo como se encontraban los dibujos tallados en la madera de esta; eran diferentes tipos de símbolos navideños. Entre ellos destacaban ocho renos y dos duendes. Tras pasarme unos segundos más viendo la caja me di cuenta de algo. Los renos se estaban moviendo, pero yo no me creía lo que estaba viendo. La nariz del reno principal se empezó a iluminar. Mire de reojo al señor Garych y me lo encontré sonriendo como nunca antes lo había visto.
—Apriétale la nariz —me dijo.
Lentamente y con delicadeza apreté la nariz del reno entonces una pequeña melodía empezó a fluir de la caja. El sonido del arpa juntándose con los instrumentos de viento creaba un ambiente mágico a nuestro alrededor, como si todos mis sueños se pudieran hacer realidad.
—Fíjate bien, Daniel, en lo que hay dentro —dijo el señor Garych.
—Pero, ¿esto qué es? —me mantuve mirando el interior de la caja. Estaba constituida principalmente por tres botones, uno verde, otro rojo y otro azul.
—Este es tu regalo de navidad, Daniel. Te voy a dar la opción de elegir entre uno de estos tres botones. Si pulsas el botón verde, podrás obtener todas las riquezas del mundo y nunca más volverás a la pobreza. Si pulsa el botón rojo, podrás cambiar una simple cosa de tu pasado. Y, por último, si pulsas el botón azul, podrás obtener la fama que desean obtener millones de personas, pero que nunca llegarán a tocar. Ahora te toca decidir a ti —terminó la frase con un ligero asentimiento, pero yo no sabía qué elegir.
Podría obtener dos cosas. Pero la felicidad no solo consiste en el dinero. Con solo pulsar uno de los botones podría cumplir uno de mis sueños y vivir feliz para siempre.
—Daniel, tienes que pulsar un botón. Uno, dos y tres —en ese segundo mi dedo rozó el botón.
*****
Un destello de luz constante me impide ver claramente lo que está sucediendo a mi alrededor. Puedo oír el sonido de los villancicos reproduciéndose en el casete del señor Garych, las puertas abriéndose y cerrándose, y el continuo sonido del timbre del horno. Cuando consigo abrir los ojos me encuentro en un lugar distinto pero muy familiar. Las paredes amarillas están decoradas con adornos rojos y ante mí brillaba la estrella dorada acompañada de un pequeño ángel. Miro minuciosamente cada detalle de la habitación hasta que la puerta de la otra punta de la sala se abre. Con el mandil lleno de masa de galletas y con una sonrisa en la cara mi madre me llama.
—Daniel, saca los últimos platos que ya han llegado el señor Garych y su familia —dice antes de desaparecer tras la puerta de vuelta a la cocina.
No puedo creerme lo que estoy viendo, pienso. Voy dejando diferentes platos encima de la mesa, uno tras otro sin fijarme en nada, solo en la sensación de tener a mis padres cerca. Cuando me siento en la mesa me sirvo los huevos rellenos que mi madre siempre hacía y levanto la cabeza para bendecir la mesa junto a los invitados. En ese momento, al ver al señor Garych en frente de mí, me doy cuenta de que todo esto no es un sueño.
Tras bendecir la mesa digo mirando al señor Garych.
—Gracias—a lo que él sonriendo simplemente asiente.
Sin duda, este es el mejor regalo que podría haber recibido en mi vida.

[Mariem Mohamed Pérez 
3ºC I.E.S. ALYANUB   ]